13 de febrero de 2012

La vida sin música no tendría sentido

La madera era de color café oscuro, o de tierra recién removida. La curva  de la caja era perfecta, como las caderas de una mujer. Era eco sordo y rasgueo cantarín. Mi laúd. Mi alma tangible.

He oído que los poetas escriben sobre las mujeres. Componen rimas y rapsodias, y mienten. He visto marineros en la orilla contemplando en silencio la lenta ondulación del mar. He visto a viejos soldados con el corazón de cuero que derramaban lágrimas al ver los colores de su rey ondeando al viento.

Creedme: esos hombres no saben nada del amor.

No lo encontraréis en las palabras de los poetas ni en la mirada anhelante de los marineros. Si queréis saber algo del amor, miradle las manos a un músico de troupe cuando toca un instrumento. Los músicos sí saben.






Si lo pensáis en términos musicales, es más fácil entenderlo. A veces un hombre disfruta oyendo una sinfonía. Otras le apetece más una giga. Con el amor pasa lo mismo. Cierto tipo de amor resulta adecuado para los mullidos almohadones de un claro crepuscular. Otro resulta natural en el desorden de las sábanas de una cama estrecha en el último piso de una posada. Cada mujer es como un instrumento, y espera que la entiendan, la amen y la toquen con delicadeza, para por fin hacer sonar su verdadera música.



Habrá quien se ofenda con esta manera de ver las cosas, si no entiende cómo concibe la música un artista. Habrá quien piense que degrado a las mujeres. Habrá quien me considere insensible, grosero o zafio.


Pero esos no entienden el amor, ni la música, ni me entienden a mí.





Cogí mi laúd y lo abracé contra el pecho. Fue un movimiento instintivo, como sujetarse una mano herida. Toqué un acorde, por pura costumbre; luego toqué el menor y pareció que el laúd dijera  “triste”. Las notas vertían pesar en el anochecer. Me sentía mejor;  no bien, pero sí mejor. Menos vacío. Mi música siempre me ha ayudado. Mientras tuviera mi música, ninguna carga parecía insoportable.




 SED FELICES 


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