Cierra los ojos. No pienses en nada, no pienses en nadie.
Eres una roca puntiaguda y afilada de un acantilado. Siente la fuerza con la que el mar te golpea, nota su furia, poco a poco te va erosionando, cada vez te vas haciendo más pequeña. Ahora sólo eres una piedra minúscula, redondeada y pulida por el fluir del agua.
Te vas desintegrando con cada embestida, esa agua salada hace que te vayas descomponiendo a su paso. No eres más que un grano de arena. Una ola te transporta al interior del mar, fluyes en sus aguas azules y frías, sigue su dulce vaivén. Estás flotando, nota como vas cayendo hasta amontonarte en el fondo.
Empieza a oscurecer y el reflejo de la luna, redonda y luminosa, aparece en tu nuevo hábitat. Mírala, llena, magistral, déjate cautivar por su belleza.
Todo ha pasado. Estás en el desierto, hace calor, ves una sombra aproximarse y una mano que te atrapa entre sus alargados dedos y te introduce en un cubo. Es un niño, construye un castillo de arena contigo. Formas parte de los cimientos, unos cimientos fuertes que evitan que el castillo se desmorone. Ahí estás, firme, resistiendo a las tormentas y condiciones climatológicas adversas. Siendo un grano más del desierto, sujetando los pilares del castillo. Siendo imprescindible.

Siendo ÚNICO.
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